martes, 20 de abril de 2010


Sentís esa satisfacción de hacer algo que nos costaba tanto. Ese sentimiento que te llena al lograr algo que antes parecía casi imposible. De haber llegado a donde pretendías. Ese primer paso que parece que fuera el más largo, el que más cuesta. Para el cual no sirve pensar, no sirve analizar, solo hacerlo de una vez, por impulso. Como si fuera una curita, sacarla de un tirón. Ese arriesgarse sin saber nada, absolutamente nada del futuro, de la respuesta del otro, de la decepción posible o el sueño cumplido. Hacerlo y esperar a ver el resultado. Pero lo más difícil es saltar a esa pileta que no visualizas, en la que no podés saber si hay agua o te vas a estrellar contra el piso. Podés estar horas en ese trampolín preguntándote si hacerlo o no. Podés regresar hasta la escalera y estar a punto de bajar, pero arrepentirte y volver al mismo punto. Podés sentarte en ella y mirar a tu alrededor, con tus ojos llenos de lágrimas buscando una señal que te diga que hacer. Pero la única solución es cerrar los ojos, respirar hondo y tirarse de una. No más preguntas, no más dudas, no más indecisiones, no más pensar. El futuro no puede ser adivinado, la única forma de conocerlo es ir tras él. Al fin al cabo no importa el final que tenga ese arriesgarse. Tal vez desemboque en una gran decepción, en vergüenza, en un corazón roto, en el sueño cumplido, en sonrisas, en el mejor final posible. Más allá de todo eso lo que de verdad importa es que te arriesgaste, que saltaste del trampolín sin saber. Que te la bancaste. Que sabiendo que te puede salir mal te la jugaste dispuesta a sufrir las consecuencias. Que fuiste valiente. Que bajaste las murallas a tu alrededor, que te rendiste, que dejaste de pelear contra tu instinto de autoprotegerte contra todo y todos, te abriste, te arriesgaste a salir lastimada estando al tanto de la posibilidad. Finalmente saltaste a pesar de todos tus miedos.